
5am diana para ver el amanecer, que sueño, que frio y … el baño? oh my god, como para irte por ahi a hacer un pis con la cantidad de gente pululando por las dunas para ver salir el sol. Pues nada, pipi para adentro y a escalar la duna mas grande que había, que sin desayunar dicen que es lo mejor para el cuerpo, algún desalmado lo diría, seguro.

Antes de seguir ruta, paramos en un tourist point marroquí, es decir, un sitio donde te dan té, te cuentan historias y al final y sin saber como, acabas comprando algo. Allí conocimos a Mohamed, un touareg u «Hombre azul» que se ganó nuestra simpatía al minuto de conocerle y que nos conquistó con frases como «La prisa mata… y la pachorra remata (esto lo completó Zaid)», «El crédito Touareg, 50% en efectivo y 50% a la salida». Nos contó que ellos seguían haciendo la ruta en camello por el desierto para comerciar con las familias bereberes, beduinos, etc que viven alli y traer nuevos productos que vender en el norte. Todo lo que contaba era como una historia de aventuras contada a 4 niños que escuchaban con la boca abierta asi que, aunque no sabemos que parte es invención para agradar al turista y cual es verdad, quiero pensar que algún día podría cruzarme el desierto durante 6 meses con las caravanas de touaregs (ellos en camello y yo andando, claro) y conocería a todos esos pueblos nómadas que tejen alfombras contando vidas enteras en cada linea de dibujos y cantando y bailando bajo jaimas enormes de pelo de camello.
Al final del sueño despertamos de golpe con el ruido de la bacaladera pasando la tarjeta de crédito que ya soltaba chispas y nos dimos cuenta de lo bién que nos la había colado, que gran comerciante el Mohamed, pero eso si, la compra mas a gusto que he hecho en todo el viaje.

De alli condujimos dirección Zagora de nuevo, a través de una carretera de esas en las que John Wayne cabalgaría a gusto en busca de indios apaches escondidos en las montañas peladas que nos rodeaban por todos lados. 300km después habíamos llegado a Zagora y una multitud de personajes nos ofrecieron alojamiento, taller mecánico, conversación… vamos, el ritmo marroquí de siempre. El hotel era un RIAD, el RIAD Marrat, un oasis precioso en medio de una zona en la que no me hubiera metido sola con la moto ni loca. Atravesamos calles estrechas donde no habían visto el asfalto en su vida y al atravesar un portón nos encontramos con un edificio rodeado de palmeras, jardines, una piscina increíble y una jaima tremenda que le daba al hotel un aspecto mágico.
